Si algo hemos descubierto las mujeres después de muchos esfuerzos es que ya no podemos esperar que la solución nos llegue desde afuera, como el beso de la Bella Durmiente. Algo tenemos que hacer por nuestra cuenta para avanzar hacia nuestra verdadera identidad, ese núcleo puramente femenino que está allá, en lo profundo de nosotras, y que desconocemos.
Pensadoras muy inteligentes se han dedicado a descubrir qué hacer y han llegado a la conclusión de que es preciso sanar varias heridas; varias llagas abiertas que nos duelen demasiado como para poder poner nuestra atención en la tarea absorbente de crecer y desarrollarnos. La jungiana Connie Zweig, por ejemplo, en la introducción a la espléndida antología “Ser Mujer” enumera las siguientes sanaciones necesarias:
– sanar nuestra relación con las mujeres y lo femenino;
– sanar nuestra relación con los hombres y lo masculino;
– sanar nuestra relación con los ritmos, los instintos, y los deseos;
– sanar nuestra relación con los arquetipos de la Diosa, es decir, lo Femenino Arquetípico.
En todas las fisuras sin curar, el flujo de nuestra energía se detiene y retrocede. No es posible ser plenamente mujer sin estar bien relacionada con el propio género; sin haber depurado las adulteradas relaciones con el hombre; sin responder a nuestros propios procesos femeninos corporales y sin contar con una deidad femenina que nos sirva de modelo y nos presente pautas de realización.
Muchas mujeres creen que el primer paso del programa es ocuparnos del problema más urgente que sufrimos bajo el patriarcado: la mala relación con nuestra madre.
“Hay un vacío que actualmente sienten las mujeres”, dice la terapeuta Eleanor Hall en su libro “La Luna y la Virgen”. “Cada vez que existe tal vacío, tal brecha o herida, la sanación ha de buscarse en la sangre de la herida misma (…). De modo que el vacío femenino no puede ser sanado por la conjunción con el varón, sino más bien por una conjunción interna, por la integración de sus propias partes, por una remembranza o reintegración de cuerpo madre/hija.
En otras palabras, si no estamos enteras no hallaremos verdadera –ni duradera- satisfacción en la relación con el hombre. Y estar enteras significa que no esté roto en nosotras el ciclo de las edades femeninas: la joven, la madura y la anciana, que en otro sentido equivale a nuestra fluida vinculación hacia atrás con nuestra madre y hacia delante con nuestra hija, cuando la tenemos.
Lo femenino triple.
Esa vinculación entre tres personas físicas es aún más importante porque se refleja en nuestro interior y allí se reproduce. O sea que si no estamos en buena relación con nuestra hija, por ejemplo, no encontraremos dentro de nosotras las fuente de renovación de nuestra juventud (no podremos eventualmente “convertirnos en nuestra propia hija para iniciar nuevas etapas con la frescura necesaria). Y si no estamos en buena relación con nuestra madre, nos negaremos eventualmente a asumir nuestra edad realmente madura y sabia.
Lo Femenino Arquetípico siempre ha sido imaginado triple, tanto en la mitología como en la antiquísima religión de la Gran Madre Universal que la arqueología revela. La Doncella, la mujer Plena y la Anciana Sabia han sido veneradas universalmente y, tras su exilio de cinco mil años, siguen allí, dentro de la psique femenina, para ordenar nuestra trayectoria natural y mostrar las cualidades e cada una de esas etapas. Si se rompe el ciclo, no hay renovación posible y la mujer pierde sus fuerzas al avanzar a ciegas, sin saber dónde está, engañada siempre por las instrucciones malintencionadas del sistema cultural. Una falsa ideología que le dice, por ejemplo, que no ha de querer llegar a la etapa de la Anciana y ha de gastar sus energías en el esfuerzo inútil de detener el tiempo.
La mala relación con nuestras madres forma parte importante de un esquema represivo que quiere una mujer despotenciada y débil, tan temerosa del futuro que no piense demasiado en reclamar sus derechos a crecer. También, según Mary Daly, es una forma de desviar nuestras búsquedas. Dice en “Gin-Ecología”:
“Cegadas y des-alentadas por estas ataduras mentales, las hijas sienten enojo por la impotencia de sus madres ante el dominio patriarcal. Y sin embargo, el tirón hacia la madre siempre está presente: la hija la busca por doquiera. Deméter y Perséfone se buscan una a otra en todos los sitios equivocados, en rostros extraños y, lo más trágico de todo, en el varón (…). Las hijas buscan la madre perdida en sustitutos masculinos, volviéndose hacia ellos en busca de la divina chispa de estímulo que ellos no poseen ni pueden dar, ya que es la legítima herencia de nuestro propio género”.
Reconocer y admitir nuestro enojo por la impotencia de nuestras madres puede ser el punto de partida, el gesto inicial que empiece a desatar el nudo del problema. Si no experimentamos hasta ahora una profunda compasión por su frustración como mujeres, por su dolor de seres con límites demasiado establecidos entre los que a veces estallan, a veces de deforman y otras veces de dejan morir, conviene que reexaminemos nuestro enfoque y tratemos de ver el verdadero cuadro.
Es el cuadro conmovedor de las madres patriarcales atrapadas entre prescripciones inflexibles y socavadas por hurtos indebidos: de su dignidad, de su autoridad legítima o del respeto que se debe a la Dadora de la Vida. Madres aplacadas apenas por un “día” anual de homenaje, cuando el resto de los días deben sobrevivir en un clima contrario a la vida y por ende a la maternalidad profunda, que no en vano reemplaza su nombre con conceptos patriarcales, patrísticos o patrióticos.
La hija debe entender a la madre y sus falencias, sin que por eso sea necesario repetir los errores o excesos en que la “madre patriarcal” puede caer. Lo que se necesita es comprender que la progenitora terrible o lastimosa de esta cultura misógina no está expresando verdaderamente (le es imposible hacerlo) al gran arquetipo materno universal: esa tendencia femenina a dar vida, nutrir y proteger, dejar ir y volver a recibir, y sobre todo fomentar el desarrollo de su criatura sin identificarse con ella, ni exigirle conductas que compensen sus propios fracasos. Si la madre patriarcal casi nunca puede cumplir ese programa, es porque sus circuitos mentales han sido saturados desde hace miles de años con contenidos negativos acerca de su propio valor personal, con órdenes y contraórdenes conflictivas, con conceptos que han erosionado su autoestima. Y es muy raro que en la edad madura una mujer pueda evadirse de todo eso para dar a su hija el ejemplo necesario.
De la madre-niña a la madre mutiladora, de la madre que abandona a la que se sume en depresión cuando es abandonada, el rol materno vive tal vez su peor momento en este inicio de siglo decisivo para la historia patriarcal. Solo una profunda reconexión de la Doncella con la Mujer Plena (y luego de esta con la fase sabia de la Anciana) podrá recomponer las cosas. Según Jan Raymond y Mary Daly, nuestro básico “Derecho de Hijas” es el derecho de recuperar ese vínculo fundamental perdido, que a su vez nos permitirá recordar nuestro yo auténtico: esa identidad centradora que necesitamos para aceptarnos a nosotras mismas y para tener el coraje de estar solas cuando así lo decidimos.
El enfoque psicológico.
Las teorías psicológicas de “separación de la madre” están siendo vigorosamente revisadas, y pensadoras como Judith Jordan (co-autora de “Crecimiento en Conexión de las Mujeres”) y Elizabeth Debold (“La Revolución Madre-Hija”) han publicado contribuciones importantes a la nueva perspectiva. Las viejas teorías proponen que todo crecimiento psicológico se produce en un contexto de creciente separación de la madre, pero en opinión de Jordan, ni los hijos ni las hijas se ven realmente beneficiados. Para los muchachos, esa socialización alejada de lo femenino no es un movimiento totalmente positivo “porque el mensaje es que hay que librarse de cualquier vulnerabilidad o cualquier suavidad que esta cultura considere femenina”. Pero para las chicas, el efecto es aún más grave, pues implica una dolorosa pérdida de intimidad con la madre; esa relación mutuamente responsiva y que más tarde les permitiría expresar más fácilmente sus propias emociones, y que la misma madre corta en un nivel emocional profundo debido a que la ideología de la cultura la urge a separase de la hija durante su adolescencia. Las adolescentes sin embargo, según prueba Debold, anhelan una mayor aproximación afectiva a sus madres durante esos años formativos, tanto como ansían ser reconocidas como mujeres jóvenes en desarrollo.
Según estas y otras psicólogas, las teorías de desarrollo en separación perpetúan la desvalorización de las mujeres característica de esta cultura. “No importa qué debas llegar a ser”, dicen en realidad esas teorías, “lo importante es que de algún modo seas diferente de tu madre”. De allí hay muy poca distancia al hábito patriarcal de “culpar a la madre”, según el cual todos nuestros problemas surgen del modo en que nuestras madres nos trataron, cualquiera que haya sido. Como señala Debold, “el mensaje básico es claro: no sigas buscando, la causa de lo que te aflige es tu madre”.
Esa “matrofobia” inducida por el clima cultural, sugiere Mary Daly en “Gin-Ecología”, es uno de los miedos inducidos para mantener en línea a las mujeres e impedir el sano desarrollo de sus egos. “Repetidamente vemos hijas que repudian el particular tipo de victimización que ven en la vida de su madre, solo para vivir y morir dentro de una forma aparentemente opuesta, pero en realidad solo levemente diferente de la misma enfermedad.