He tratado someramente la cuestiòn en uno de los números de nuestra revista digital “Al Filo de la Realidad”, y aún dudo sobre lo que más me ha llamado la atención: si el hecho en sí que pasaré a explicar (y sus indudables e insólitas resonancias) o la apatía generalizada con que todos aquellos (más bien, “todas aquellas”) interesadas en el Chamanismo Femenino, el espíritu del esoterismo celta y los apasionados de la Arqueología revisionista en general lo han tomado. Pues, bajo el título “¿Un Stonehenge en México?”•, en el número 192 de aquella expuse el problema (en términos de lo académicamente establecido) que presume el centro arqueológico mexicano de Xochitecátl: en él, y las fotografías son evidencia palpable. .
Xochitecátl se encuentra muy próximo a Cacaxtla (en las cercanías de Tlaxcala), donde la recuperaciòn arqueológica ha permitido admirar algunos frisos casi incólumes al paso del tiempo. De Cacaxtla he escrito abundantemente, y no me extenderé sobre ello ahora. Pero quisiera regresar no sólo sobre este verdadero anacronismo protohistórico, este “oupart” megalítico que supone la existencia de este típico trilito celta o celtíbero, habituales en un contexto temporal o geográfico muy distinto pero único en su tipo en América.
Más aún, cuando dista de semejar un pórtico al estilo de la Puerta del Sol en el Tiwanaku y sí a tantos otros que podemos ver en Francia o Inglaterra. Redoblo la apuesta: alrededor de este modesto (en su altura) pero inexcusable (en su naturaleza) dolmen aparecen, abatidas bien por el tiempo bien por el hombre, otras rocas monolíticas a las que les sospecho (obsérvese la imagen) una distribución sugestivamente semicircular. De allí, aquello del Stonehenge mexicano. Es realmente apasionante las inferencias que pueden hacerse de este sitio arqueológico en pro de reforzar mi presunciòn de una Antigua Sabiduría uniformemente distribuida, en tiempos heroicos, sobre toda la faz de la Tierra.
Pero para delicia de las adoradoras de la Diosa, Xochitecátl suma otro aspectos particular: se trataba de un centro de cultos femeninos, donde la Diosa Luna y la Madre Tierra (Tonantzintlalli) recibían las ofrendas de sus adoratrices. Frente a la escalinata principal de la pirámide con el dolmen, se encuentra un pequeño y artificial “cenote”, en realidad, un pequeño pozo donde, aún hoy, se arrojan en sus aguas las ofrendas a estas “diosas”: flores blancas y rojas. En su fondo y en las cercanías se han descubierto centenares de exvotos y figurillas votivas, como las que aún hoy encontramos en el modesto museo junto a las ruinas, ofrendas todas ellas de mujeres que acudían en peregrinación al lugar.
Los hombres, por su parte, contaban con otros dos lugares de culto, uno mde ellos exclusivamente femenino –el edificio de la Serpiente- y el templo-pirámide a Ehecátl, dios del viento, de planta circular.
En el edificio de la Serpiente, ocurrió (“me” ocurriò) otro de los particulares eventos que siempre han signado mi andar por tierras anahuacanas. Pues apenas llegado al lugar casi de la mano de la inefable amiga Rosalinda Cantú Luna, tras divisar a lo lejos el dolmen en la pirámide pero decidido a dejarlo como la guinda del postre para el final, me lancé sin miramientos a trepar por el primer edificio que encontré a mi izquierda.
En el apresuramiento, ni siquiera lo hice por la escalinata principal, junto a la cual se encuentra la cartela explicativa de su naturaleza y razón de ser del lugar. El punto es que subí a grandes trancos, solo, y solo me dediqué a pasear entre los vericuetos de la construcciòn. Sorpresivamente, desemboco en un pequeño atrio, dentro del cual encuentro un gran recipiente de piedra similar a un mortero y, dentro de él, lo que de lejos interpreto como la “mano” del mortero. Al acercarme y mirarlo con detenimiento, observo una imagen serpentiforme grabada sobre la piedra. Permanecí, sin saber porqué, unos largos cinco o seis minutos observándole, y sorpresivamente sentí la irrefrenable necesidad de (puede parecer tonto) arrojar agua sobre la imagen. Extraje la botella de mi mochila y mirando furtivamente a un lado aliviado de no estar siendo visto por terceros que se rieran de lo infantil del gesto, dejé caer una cantidad a lo largo de la imagen. Luego, comencé a alejarme apresuradamente, sintiéndome un poco confundido por esa actitud impensada. Bajé las escalinatas y observo, a la derecha, la cartela explicativa (que reproduzco, para mayor información de mis lectores)… y mis piernas cedieron en un leve temblor: allí se explicaba como este “Edificio de la Serpiente” estaba reservado a los hombres que, en sus visitas, ofrendaban… agua a la misma imagen.
Este conjunto de elementos señalados concurren en construir un escenario posible: un ámbito fuertemente femenino donde sacerdotisas y sacerdotes en una “escenografía” céltica adoraban a las madres – diosas, la Tierra y la Luna. Cuando a esto le sumamos las sagas y leyendas que hablan de la presencia de vikingos u otros navegantes normandos y sajones en tierras americanas, me surge una pregunta: ¿Y si Ávalon hubiera estado aún más lejos, hacia el oeste, de donde suponen los estudiosos de la mitología, la religión druídica y las wiccanas?
Finalmente, en Xochitecátl abundan las imágenes antropomorfas -quienes las conozcan serán capaces de comparar- extremadamenter similares a las de origen queshwa-aymara, inkas o tiawuakanas. Pero por cierto, ya en nuestra serie “Un ensueño entre serpientes y jaguares” me he extendido sobre la inevitables pruebas de una interacciòn étnica y cultural frecuente entre el Tawantinsuyo y el Anahuac.